jueves, 8 de octubre de 2015

Sucia Venganza

Era un tres de octubre y Liza llamó a Claudia para recordarle el lugar y la hora de la operación.
—No lo olvides— Fue lo último en decir antes de colgar. Habían planeado la operación tiempo atrás, un mes, quizá dos. Se llamaría “Operación ropa sucia”. Se abrazaron emocionadas, les gustaba el nombre.
—¿Tienes el itinerario?— Preguntó Liza.
—Si, está sobre la mesa.
—A las nueve sale, ¿segura?
—Segura, investigué con Rodolfo.
—Muy bien.
Liza manejaba un Volkswagen 76 que heredó de su padre. Claudia parecía en otro lugar.
—¿Estás nerviosa?— Preguntó Liza sin perder de vista el camino.
—No, sólo pienso en su engaño.
—Deja eso, mejor pon algo de música— A Claudia le gustó la idea y manoseó el autoestéreo.
—Me gusta esta canción— Dijo Claudia acomodándose en el asiento.
—¿En serio, Rocio Durcal? vaya con tus gustos, jajaja—Claudia no hizo caso y cantó lo más fuerte que pudo ….amor en el aire…
—Esa canción es más vieja que mi madre— Gritó Liza. Al final las dos cantaron más fuerte que la Durcal. Llegaron al edificio de la Secretaría de Hacienda, se estacionaron a una distancia moderada.
—¿Cuánto falta?— Preguntó Claudia.
—Cinco minutos— Dijo Liza sin siquiera ver su reloj —Ve sacando la ropa.
—¿Por qué se te ocurrió lo de la ropa sucia?
—Es la ropa que nunca se lavó, la ropa que usó cuando llegaba tarde, cuando tenía juntas o reuniones de última hora. Pensaba que no me daba cuenta que llegaba apestando a mujer, a sexo, incluso a ti. Se la he guardado. Me daba risa cuando me preguntaba por su camisa beige o su corbata de barquitos, pinche ojete de mierda— Claudia bajó la mirada —Amiga, no tienes de que preocuparte, a ti también te hizo lo mismo— Hubo un instante en que los recuerdos y el fortalecimiento de una amistad basada en engaños se mezclaron para reafirmar un mismo objetivo.
—¡Ya sale, vamos!— Dijo Liza con cierta emoción. Las dos mujeres salieron del viejo auto. Con sus suéteres a modo de pasamontañas se acercaron a un sujeto que salía de la Secretaría. A su lado y después adelante, un enorme guardaespaldas, tan ancho como un paraguas se puso a la defensiva. Claudia que llevaba la carga de ropa, tropezó y al hacer un movimiento involuntario el suéter se le cayó al suelo dejando ver su rostro malversado por el hedor de aquella ropa de mendigo-amante. Cuando el sujeto pudo ver de quien se trataba un miedo absurdo le transformó el semblante. Éste empujaba a su empleado.
—Maldito, ten tu ropa, ¿recuerdas que me preguntabas por tu linda corbata, la que según tu te había regalado tu compadre?, pues aquí te traigo a tu compadre— Una lluvia de ropa empezó a caer sobre la humanidad de aquel sujeto, no sabía que hacer.
—Haz algo tonto, no te quedes como idiota— Le decía al guardaespaldas con una voz pastosa.
—Señor, pero que quiere que haga, es su esposa y su, su, su…
—Pues dales unos madrazos, para eso te pago ¿no? para que madrées gente— Dijo cada vez con la cara más encendida.
—No puedo señor, lo siento, Claudia me cae bien— Dijo el guardaespaldas haciéndose a un lado.
—¡Me carga la chingada!— Dio un salto ridículo, soltó varios golpes al vacío hasta que uno fue a parar en la cabeza de Liza. Cayó fulminada. Todos se quedaron en una sola pieza, como en una acción congelada.
—¿Qué ha hecho señor?, mejor váyase, yo me encargo— Dijo el guardaespaldas y se arrodilló sobre el cuerpo inerte de Liza. El sujeto pegó la carrera de su vida, solo se escuchaba el sonoro taconeo sobre la calle céntrica. Claudia y el guardaespaldas se quedaron ahí, como custodiando una hermosa presa.
—Liza, ¿estás bien?— Le decía Claudia al oído. De repente una fuerte carcajada salió de la boca de Liza, poniéndose de pie miraba hacia donde había escapado el sujeto. Claudia pegó tremendo salto.
—Tontatontatonta, me has pegado un susto de muerte, y ese pobre si que se ha cagado, jajaja— Dijo Claudia mientras le daba suaves golpes a la espalda de Liza.
—¿Crees que ahora si me de el divorcio, Rodolfo?— Soltó Liza en un tono cómplice.
—Después de esto estoy seguro, señora— Quería reírse, pero al parecer su trabajo se lo tenía prohibido, tanto, que fuera de él, seguía con su cara de rictus.
—Y si no, le sacamos sus trapitos al sol, ¿verdad Clau?— Dijo Liza abrazándola.
—Por Dios, pero esta vez que estén limpios— Todos rieron.
—Tanto alboroto me ha despertado el hambre, los invito a cenar— Dijo Liza. Nadie dijo si o no, sólo caminaron por la calle adoquinada. Pasaron frente al edificio hacendario que ahora parecía un gigantesco puesto ambulante que exponía su ropa sucia como un absurdo presagio.

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