Fermina Calabria
era la más pequeña de la familia. Primero habían nacido “las mayores”: Azucena,
Begonia y Camelia; y un exactamente un año después, Dalia, Escalonia y Fermina.
Su madre, socióloga de profesión y ávida lectora, se apartó de sus clases en la
universidad dos meses antes de su primer parto y aún no había podido
reincorporarse. Su padre, un reputado biólogo, llevaba su precisión de
investigador a todos los ámbitos de su vida y consideraba el capricho de su
mujer en la elección de ese sexto nombre una rareza tolerable pero
inexplicable. En lo que no cedieron nunca ni el uno ni la otra fue en el empeño
del marido en abreviar los nombres de las niñas por la inicial y la oposición rotunda
de su esposa a hacerlo.
Fermina
creció sabiéndose la más pequeña en una gran casa con patio al que las niñas no
tenían permitido acceder mientras su padre estuviera trabajando, que era casi
siempre. Así pues, las seis niñas jugaban al escondite entre sus literas, a las
carreras de tres pies en el pasillo, a escalar el Everest en la escalera, pero
salían poco al sol. Para estos juegos, había un acuerdo tácito entre ellas:
siempre se emparejaban con la hermana de su misma posición de la otra tríada: A.
con D., B. con E. y C. con F. Cada una jugaba su papel en la familia de acuerdo
al puesto que ocupaba y Fermina nunca hacía nada sin consultar a sus hermanas.
La
madre dedicaba un tiempo diario a inculcar a sus niñas su pasión por la
lectura. El padre reservaba la tarde de los domingos para recorrer el patio con
sus hijas y sembrar en ellas la curiosidad científica y la capacidad de
observación, pero si dejarlas entrar bajo ningún concepto en el cobertizo del
jardín en el que él realizaba sus experimentos. Especialmente las animaba a
cazar renacuajos en la abandonada fuente del fondo del jardín.
Cuando
eran aún pequeñas, el padre empezó a conceder muchas entrevistas en radio y
televisión. Las siete mujeres de su vida se sentaban juntas en el salón a
escuchar sus didácticas explicaciones, aunque seis de ellas eran muy pequeñas
para comprender siquiera los términos que utilizaba. Pronto los maestros en el
colegio les empezaron a preguntar por su padre, encargaban a la clase ensayos
sobre él: el nuevo Premio Nobel. Le invitaron incluso a dar una charla en el
colegio, invitación que él declinó porque no creía que los niños pudieran
entender nada de lo que él tuviera que explicarles.
A
base de hojear el álbum de recortes de prensa que llevaba la madre, de escuchar
entrevistas demasiado complicadas y de preguntarle una y otra vez las palabras
que no comprendía, Fermina, que era la más curiosa de las seis, empezó a hilar
en su plástica mente infantil las bases de los hallazgos de su padre y algunas
de sus implicaciones. Trataba de comentarlo con sus hermanas mayores pero a
pesar de la mínima diferencia de edad, las cinco la trataban con cierta
condescendencia por ser la menor.
Así
comprendió que su padre era capaz de hipnotizar a la gente mala para que se
quedaran dormidos y así no hicieran más cosas malas. Por eso, cuando su madre
les comunicó que estaría dos meses fuera de casa, durmiendo, Fermina no se
atrevió a preguntar qué había hecho para merecerse el castigo. Cuando volvió la
vio tan demacrada y desmejorada, que durante años no se atrevió a hablar del
tema. Unos años después, en una conversación entre sus padres durante la cena
entendió que esos dos meses de retiro de su madre habían sido una especie de
terapia adelgazante y nadie en la mesa entendió su suspiro de alivio. Poco
después leyó en el periódico que la nueva aplicación de los descubrimientos de
su padre sería el tratamiento de enfermos de cáncer y por primera vez supo lo
que es sentirse realmente orgullosa.
Para
entonces, las niñas habían crecido y competían a codazos por entrar en la
adolescencia. Fermina era la que menos prisa tenía. Tal vez porque de tanto
como sus hermanas siempre le habían recordado que era la más pequeña ella misma
había acabado creyéndoselo o tal vez porque deseaba poder seguir saboreando las
lecturas en voz alta de su madre y las lecciones dominicales de su padre. Algo
le decía que eso se terminaría si las cosas cambiaban, como les había empezado
a pasar a sus hermanas.
Cuando
Fermina estaba a punto de cumplir los catorce años, un escalofrío recorrió la
casa. Comenzó un ritmo frenético de preparativos. A., B. y C. eran el centro de
atención: vestidos, invitaciones, decoración, comida, bebida, medidas… D. y E.
Las miraban con envidia mientras una legión de modistas, peluqueras,
maquilladoras, asesoras revoloteaba a su alrededor. F. se sentaba un poco más
lejos y esa distancia fue la que le permitió observar que su madre no estaba
tan contenta como cabría imaginar en esa situación. Cuando pensaba que nadie se
daba cuenta miraba a sus tres hijas mayores con una mezcla de melancolía y
preocupación, suspiraba mucho más de lo habitual, las abrazaba con cualquier
pretexto.
La
fiesta fue grandiosa, aunque a Fermina le sorprendió que no vieniera ninguno de
los amigos que ya habían cumplido los quince en los meses anteriores y de cuyas
fiestas les hablaban sus hermanas mayores como si hubiesen sido el baile de
Cenicienta.
Al
día siguiente, las tres homenajeadas se levantaron más de una hora más tarde de
lo normal, a pesar de que el domingo siempre desayunaban en familia. Y a partir
del día siguiente la madre ni siquiera las llamó para que llegaran a tiempo a
clase. Fermina no entendía lo que estaba pasando pero sabía que lo que quiera
que fuera no iba a mejorar próximamente. Así fue. El viernes, cuando D., E. y
ella volvieron de clase, sus hermanas no estaban. Ni sus hermanas ni ninguna de
sus cosas. No quedaba ni rastro de ellas.
Ni
Fermina, ni Escalonia, ni Dalia levantaban la vista del plato durante las
comidas. A penas hablaban ya con sus padres. Poco a poco fueron entendiendo y
esta vez sí que las mayores ponían atención a todas las explicaciones que Fermina
les daba. Al parecer, la nueva aplicación de los descubrimientos de su padre con
las aportaciones de psicólogos, filósofos y líderes religiosos consistía en
aletargar a los adolescentes durante esos cinco años más complicados: dormir a
niños de quince años que al despertar serían veinteañeros dispuestos a estudiar
una carrera con la máxima productividad.
Cuando
diez meses después comenzaron de nuevo los preparativos, ninguna de las tres
hijas menores de Don Segismundo y Doña Sixta estaban tan contentas como cabría
imaginar en esa situación. Cuando nadie se daba cuenta cruzaban miradas con una
mezcla de melancolía y preocupación, suspiraban mucho más de lo habitual y se
abrazaban con cualquier pretexto. Por eso nadie sospechaba el plan que Fermina
llevaba urdiendo desde que desaparecieron sus hermanas mayores y que llevaría a
cabo la misma noche de su cumpleaños. La apoyaran sus hermanas o no.
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