jueves, 8 de octubre de 2015

Otras Bellas Durmientes

Fermina Calabria era la más pequeña de la familia. Primero habían nacido “las mayores”: Azucena, Begonia y Camelia; y un exactamente un año después, Dalia, Escalonia y Fermina. Su madre, socióloga de profesión y ávida lectora, se apartó de sus clases en la universidad dos meses antes de su primer parto y aún no había podido reincorporarse. Su padre, un reputado biólogo, llevaba su precisión de investigador a todos los ámbitos de su vida y consideraba el capricho de su mujer en la elección de ese sexto nombre una rareza tolerable pero inexplicable. En lo que no cedieron nunca ni el uno ni la otra fue en el empeño del marido en abreviar los nombres de las niñas por la inicial y la oposición rotunda de su esposa a hacerlo.
Fermina creció sabiéndose la más pequeña en una gran casa con patio al que las niñas no tenían permitido acceder mientras su padre estuviera trabajando, que era casi siempre. Así pues, las seis niñas jugaban al escondite entre sus literas, a las carreras de tres pies en el pasillo, a escalar el Everest en la escalera, pero salían poco al sol. Para estos juegos, había un acuerdo tácito entre ellas: siempre se emparejaban con la hermana de su misma posición de la otra tríada: A. con D., B. con E. y C. con F. Cada una jugaba su papel en la familia de acuerdo al puesto que ocupaba y Fermina nunca hacía nada sin consultar a sus hermanas.
La madre dedicaba un tiempo diario a inculcar a sus niñas su pasión por la lectura. El padre reservaba la tarde de los domingos para recorrer el patio con sus hijas y sembrar en ellas la curiosidad científica y la capacidad de observación, pero si dejarlas entrar bajo ningún concepto en el cobertizo del jardín en el que él realizaba sus experimentos. Especialmente las animaba a cazar renacuajos en la abandonada fuente del fondo del jardín.
Cuando eran aún pequeñas, el padre empezó a conceder muchas entrevistas en radio y televisión. Las siete mujeres de su vida se sentaban juntas en el salón a escuchar sus didácticas explicaciones, aunque seis de ellas eran muy pequeñas para comprender siquiera los términos que utilizaba. Pronto los maestros en el colegio les empezaron a preguntar por su padre, encargaban a la clase ensayos sobre él: el nuevo Premio Nobel. Le invitaron incluso a dar una charla en el colegio, invitación que él declinó porque no creía que los niños pudieran entender nada de lo que él tuviera que explicarles.
A base de hojear el álbum de recortes de prensa que llevaba la madre, de escuchar entrevistas demasiado complicadas y de preguntarle una y otra vez las palabras que no comprendía, Fermina, que era la más curiosa de las seis, empezó a hilar en su plástica mente infantil las bases de los hallazgos de su padre y algunas de sus implicaciones. Trataba de comentarlo con sus hermanas mayores pero a pesar de la mínima diferencia de edad, las cinco la trataban con cierta condescendencia por ser la menor.
Así comprendió que su padre era capaz de hipnotizar a la gente mala para que se quedaran dormidos y así no hicieran más cosas malas. Por eso, cuando su madre les comunicó que estaría dos meses fuera de casa, durmiendo, Fermina no se atrevió a preguntar qué había hecho para merecerse el castigo. Cuando volvió la vio tan demacrada y desmejorada, que durante años no se atrevió a hablar del tema. Unos años después, en una conversación entre sus padres durante la cena entendió que esos dos meses de retiro de su madre habían sido una especie de terapia adelgazante y nadie en la mesa entendió su suspiro de alivio. Poco después leyó en el periódico que la nueva aplicación de los descubrimientos de su padre sería el tratamiento de enfermos de cáncer y por primera vez supo lo que es sentirse realmente orgullosa.
Para entonces, las niñas habían crecido y competían a codazos por entrar en la adolescencia. Fermina era la que menos prisa tenía. Tal vez porque de tanto como sus hermanas siempre le habían recordado que era la más pequeña ella misma había acabado creyéndoselo o tal vez porque deseaba poder seguir saboreando las lecturas en voz alta de su madre y las lecciones dominicales de su padre. Algo le decía que eso se terminaría si las cosas cambiaban, como les había empezado a pasar a sus hermanas.
Cuando Fermina estaba a punto de cumplir los catorce años, un escalofrío recorrió la casa. Comenzó un ritmo frenético de preparativos. A., B. y C. eran el centro de atención: vestidos, invitaciones, decoración, comida, bebida, medidas… D. y E. Las miraban con envidia mientras una legión de modistas, peluqueras, maquilladoras, asesoras revoloteaba a su alrededor. F. se sentaba un poco más lejos y esa distancia fue la que le permitió observar que su madre no estaba tan contenta como cabría imaginar en esa situación. Cuando pensaba que nadie se daba cuenta miraba a sus tres hijas mayores con una mezcla de melancolía y preocupación, suspiraba mucho más de lo habitual, las abrazaba con cualquier pretexto.
La fiesta fue grandiosa, aunque a Fermina le sorprendió que no vieniera ninguno de los amigos que ya habían cumplido los quince en los meses anteriores y de cuyas fiestas les hablaban sus hermanas mayores como si hubiesen sido el baile de Cenicienta.
Al día siguiente, las tres homenajeadas se levantaron más de una hora más tarde de lo normal, a pesar de que el domingo siempre desayunaban en familia. Y a partir del día siguiente la madre ni siquiera las llamó para que llegaran a tiempo a clase. Fermina no entendía lo que estaba pasando pero sabía que lo que quiera que fuera no iba a mejorar próximamente. Así fue. El viernes, cuando D., E. y ella volvieron de clase, sus hermanas no estaban. Ni sus hermanas ni ninguna de sus cosas. No quedaba ni rastro de ellas.
Ni Fermina, ni Escalonia, ni Dalia levantaban la vista del plato durante las comidas. A penas hablaban ya con sus padres. Poco a poco fueron entendiendo y esta vez sí que las mayores ponían atención a todas las explicaciones que Fermina les daba. Al parecer, la nueva aplicación de los descubrimientos de su padre con las aportaciones de psicólogos, filósofos y líderes religiosos consistía en aletargar a los adolescentes durante esos cinco años más complicados: dormir a niños de quince años que al despertar serían veinteañeros dispuestos a estudiar una carrera con la máxima productividad.

Cuando diez meses después comenzaron de nuevo los preparativos, ninguna de las tres hijas menores de Don Segismundo y Doña Sixta estaban tan contentas como cabría imaginar en esa situación. Cuando nadie se daba cuenta cruzaban miradas con una mezcla de melancolía y preocupación, suspiraban mucho más de lo habitual y se abrazaban con cualquier pretexto. Por eso nadie sospechaba el plan que Fermina llevaba urdiendo desde que desaparecieron sus hermanas mayores y que llevaría a cabo la misma noche de su cumpleaños. La apoyaran sus hermanas o no.

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