Akono era, como él solía
decir, un hombre hecho a sí mismo. Todos en la comunidad lo sabían. Y también
que no lo había hecho por los medios más honestos. Sus antiguos vecinos ahora
le temían. Sus amigos de la escuela habían terminado trabajando para él y
muchos estaban muertos por ello. Akono protegía a los leales, pero había
riesgos que ni él podía impedir.
Tiaret
era madre de uno de esos que había tenido peor suerte. Era el mejor amigo de Akono
y debía hacerse cargo de las “operaciones especiales”. Cuando dio un paso en
falso los militares se le echaron encima. No pudo defenderse. De la noche a la
mañana Tiaret pasó de ver a Akono como el chiquillo que solía jugar con su hijo
a verlo como un verdugo despiadado. Un traidor sin agallas que estaba
destrozando la comunidad para enriquecerse cada vez más. Parecía no tener alma.
Pero Tiaret, que lo había visto crecer, notaba que la culpa lo atenazaba y que no
había sido capaz de mirarla a los ojos desde aquella noche. Lo notaba incluso a
través de los cristales tintados de la limusina con la que levantaba el polvo
rojizo de los caminos. Una señal más del muro que lo separaba de la comunidad.
De la que había sido su comunidad.
Aquellos
dos chiquillos fueron como hermanos y así lo pactaron un día que ya nadie
recordaba, mezclando su sangre e intercambiando mechones de su cabello rizado
que guardaron en sendos sobres con el pacto manuscrito y firmado por los dos. Akono
perdió el suyo junto con los escrúpulos en su escalada corrupta. Tiaret
encontró el que su hijo guardaba con devoción bajo su camastro al recoger sus
cosas pasados los días de luto.
No lo dudó. Tenía las armas y no iba a perder la oportunidad. Cerró sus asuntos y durante dos años se mudó con su abuela, que seguía viviendo sola en una vieja choza un poco retirada de las demás, para que le enseñara los misterios casi olvidados del vudú.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.