viernes, 27 de noviembre de 2015

Paganini

Caprices
     Caprices danza entre la obscuridad del gran salón, con pisadas sigilosas sobre el piso de mármol helado a esas horas de la madrugada; su objetivo el piano de cola que se encuentra al final de la sala. El recorrido es largo, pero las teclas que brillan  gracias a la luz de la Luna que emana por el gran ventanal, lo inquietan. Quiere estar ahí. Acompañado sólo de su sombra, se monta sobre el sillón de grandes cojines de terciopelo marrón y flores bordadas con hilos de seda, que forman ramilletes de flores multicolores, los acaricia con su manto con la intención de dejar su aroma.  Entierra sus garras sobre los posa brazos, los desgarra con fiereza. Es todo un macho en celo. Intenta distraerse dando un brinco hacia el otro sillón, y luego al otro. Cae, sin daño alguno, es joven e inquieto. Sube a la mesa de centro, esquivando el florero de cerámica china que se tambalea ante el intruso.
     Caprices  husmea la taza de té a medio terminar, que dejara la noche anterior el dueño de todo. La vasija es de color blanco y grabado alrededor con niños que juegan. Saborea la bebida, y el sabor dulce le agrada hasta que se termina la infusión; con la pata jala del tazón y este cae, rompiéndose en partes, los restos de cerámica quedan inertes junto con sus personajes decapitados. Los ignora y se va acercando más y más al  inmenso piano. Unos pasos adelante, se detiene para acicalarse, dando un lengüetazo a su pata derecha, para después pasarla sobre su cara de gestos elegantes. Estira su cuerpo, orgulloso de que no hay quién le reprenda. Sigue adelante, y llega ante el potente instrumento; sube primero al asiento, y se pasea cual equilibrista experto. Se detiene, acomodándose para el gran salto final. Cae sobre las teclas, excitado, mueve la cola dejando caer las partituras del concierto número cuatro de Paganini, ahora camina sobre las piezas de marfil,  imaginando tal vez que en su otra vida fue un gran pianista.            
Fin.

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