El despertador sonaba como claxon
de autobús, una mano envuelta por sábanas se movía medio torpe hacia el origen
del sonido, la luz que emanaba la
pantalla del celular iluminaba el rostro compungido de Ismael. Se dio cinco
minutos más. La segunda llamada vino cargada de una dulce voz femenina digital que,
ejerciendo sobre su cuerpo inerte una fuerza brutal le arengó las nalgas al
filo de la cama y esperó con los ojos cerrados a que las sombras de las últimas
horas, una por una, desfilaran entre sus cabellos hirsutos y sorprendentemente
lacios. Una grieta pequeña justo arriba de él, bajó lentamente hasta acomodarse
sobre sus hombros y empezó a peinar el enjambre que los sueños alentaron a
jugar.
Abajo, los dedos de sus pies
brincaban al sentir el suelo cobijado por el frío, entonces, dos bolitas tan
negras que la poca luz que lograba filtrarse por la hendidura de la puerta se
perdía en los conmesurados espacios que los finos pelos construían a manera de
trampa, cada una se acercaba a su respectivo pie. Con una docilidad tan
perfectamente ensayada, aquellas figuras geométricas treparon sobre los dedos
desnudos hasta alcanzar los tobillos
huesudos y llenos de vellos negros y torcidos. Llegando a este punto, finas
hebras se acomodaron uniformemente siguiendo un patrón zigzageante hacia el piso,
mientras se doblaban a si mismos iban formando lo que parecían unos calcetines
demasiado burdos. Los hilos no dejaban de moverse. Se convulsionaban a cada
paso de Ismael.
Sobre la cama aun desparpajada,
un pequeño bulto aprovechando la irregularidad del terreno se encaramaba como un isópodo y con
una hebra a manera de patita se protegía de la hiriente luz. Los cajones y
puertas del clóset chillaban de un lado a otro, abriendo sus brazos, ofreciendo
sus entrañas de tela que vestirían al frágil cuerpo de Ismael que sin embargo, no
se decidía por prenda alguna.
Al lado del clóset y abandonados
por el orden, varios juegos de zapatos alzaban sus agujetas heridas
(seguramente por alguna bestia hambrienta o peor, alguna que disfrutaba ver
caer los pedazos de las cosas bajo su hocico babeante) y gritaban: ¡aquí, aquí,
Ismael!, sin hacer caso al barullo, eligió los 24 horas. El zapato derecho,
mejor conocido como el ‘corto’, alzó hacia los otros pares el pedazo de agujeta
que le quedaba, aquellos se enconaron. El par de calcetines ya no tenían ese
aspecto artesanal, ahora parecían de seda, brillaban con luz propia, éstos,
cubrieron a los zapatos y oscilaron por un instante a una velocidad que no
conocemos, regresaron a su forma práctica y dejaron tras de si un rastro lustroso
que la misma oscuridad se reflejaba en ellos.
Una corbata color marrón se
inclinaba más que las otras, logró el efecto deseado y la mano huesuda que
testereaba aquella ropa la jaló hacia si y con gran habilidad se anudo ella
sola a su cuello; mientras se miraba al espejo el pequeño bulto dio un pequeño
salto, seguramente perturbado por algún sueño, Ismael le dedico una mirada casi
expresiva por unos instantes para después continuar con aquel ritual.
Intencionalmente dejó caer su reloj al suelo, pensando que aquel ruido metálico
acabaría por despertar al ser que le daba deformidad a las sábanas pero no, ni
un solo movimiento. Parecía que nada podría con aquel sueño que gobernaba en
aquella habitación en penumbras.
Lo que siguió fue una serie de
intentos para lograr incorporar a aquel ser. Fracaso tras fracaso. Al fin,
Ismael, desencantado, pero perfectamente vestido, salía de aquel ambiente lleno
de sopor que todo lo envolvía. Me voy, nos vemos en la noche, esperó una
respuesta, un movimiento, algo, solamente los pares de zapatos jadearon algo
que a la distancia era algo así como despedida, afuera, un auto daba marcha. Reinó
el silencio.
De
vuelta a la oscuridad de la habitación, numerosos amasijos de pelo negro subían
como alambres por los pliegues del edredón hacia un punto en particular, había
un pequeño alboroto ahí debajo, entonces, una pata felina se asomó y de ellas
unas garras retráctiles que con gran indiferencia, cortaban un haz de luz que
apenas lograba filtrarse, luego, una cabeza monumental logró salir a flote
mientras sus ojos de serpiente abriéndose al máximo, escudriñaban el lugar. Se
ha ido, quizá pensó, y abriéndose paso entre aquellas olas de tela descubrió su
cuerpo, un gato enorme, abrió el hocico, bostezó, estiró su flexible cuerpo y
dio un salto hacia la puerta, su pelaje se removió hasta acomodarse en casi
todas direcciones, salió del lugar alzando verticalmente la cola y antes de
desaparecer se detuvo, volteó la cabeza y miró con un desdén bastante marcado
hacía el tálamo. ¡¡¡No te vayas, hermoso, quédate un ratito más conmigo,
Max!!!. Se escuchó decir y de entre las cobijas, se deslizó al aire una pierna blanca
y bastante torneada cuyos pies poseían unas uñas afiladas pero eso si,
cuidadosamente limadas y pintadas.
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