Los días iluminados por los colores lánguidos de
las nubes, esos en donde las sombras de las formas, cuerpos y personas se
reducen hasta esconderse por debajo de los pies, eran los días más esperados
por un hombre atrapado en las horas comprendidas entre el alba y el ocaso. Un
hombre solitario, amante de los caminos desconocidos, de horarios inoportunos y
de lugares sin silencios. Él, el hombre sin nombre, de cuerpo sin edad, de
mente sin recuerdos, es el mismo hombre que desaparece de la realidad cada vez
que el Sol envejece, y reaparece entre las sombras que renacen al instante en
que el astro rey vuelve a reclamar sus dominios en el cielo de la capital,
nuestra ciudad de México.
Él no le temía a nada ni a nadie, caminaba tan
seguro de lo que era, guiado siempre por el instinto de su curiosidad
insaciable, y del magnetismo que le causaba lo desconocido. Él, que lo había
vivido todo, que dominaba el arte de los locos y de los vagabundos, de los
ebrios y de los condenados, de los lujos y los placeres, él, el hombre, detuvo
sus pasos en punto de las dos de la tarde con un sentimiento de terror que
lleno todo su cuerpo, y es que unos segundos antes al girar sobre su pie
izquierdo y levantar el derecho, con la vista fija en el suelo se dio cuenta de
que algo lo seguía, una especie de espía de cuerpo completamente negro de dos
dimensiones, un huésped que se impulsaba con los propios movimientos de aquel
hombre. Sin pensarlo, comenzó a correr con todas sus fuerzas en un esfuerzo por
alejarse de aquella presencia ajena, se fue de frente por toda la calle de
Madero, empujando a todo aquel que se cruzara en su camino, y volteando en
repetidas ocasiones para cerciorarse que no lo siguiera nadie. Detuvo su huida
frente al palacio de Iturbide, con el orgullo de haber despistado a su
perseguidor, sin embargo, al bajar sus manos hasta las rodillas para descansar
un poco y abrir los ojos lo volvió a ver, un cuerpo oscuro bidimensional,
enganchado a sus pies, que imitaba de cierta manera sus movimientos. Con enfado
y un poco de miedo hizo de todo para separarse de aquello, saltó lo más alto
que le permitieron sus fuerzas, pero al bajar sus cuerpos se volvían a
enganchar en automático, se resguardó bajo la sombra de alguna carpa de algún
establecimiento e hizo desaparecer tan despreciable presencia, pero al salir de
nuevo a los rayos del sol aquel cuerpo aparecía de la nada y se enganchaba a
él.
No parecía haber escapatoria ante tan instruido
adversario, aquel hombre de tan intenso andar y curiosidad asombrosa cambio por
completo, dejó las caminatas permaneciendo largos periodos de tiempo en lugares
cerrados o callejones oscuros, destinando todos sus esfuerzos en comprender el
comportamiento de su enemigo e ideando planes y estrategias de cómo vencerlo.
Pasaron los días, los meses y los años, y para aquel hombre se volvió una obsesión el conocer todas las formas y maneras en que su
enemigo operaba, tenia hojas y hojas con teorías y conclusiones a las que llegó
después de periodos largos de razonamiento imaginativo o locuras inspiradas en
sus propias demencias, algunas de ellas eran los escritos de los diálogos que
había tenido con aquel ser de cuerpo plano frente a frente, donde describía con
colores los distintos silencios que su rival había expresado, rojo para el
enojo, azul para la serenidad, verde para la burla, amarillo para la
indiferencia, y morado cuando comprendía que aquel hombre deseaba estar
completamente sólo con el mundo.
Los días iluminados por los colores lánguidos de
las nubes, esos en donde las sombras de las formas, cuerpos y personas se
reducen hasta esconderse por debajo de los pies, esos días donde el hombre
tenia el valor de cruzar las calles para cambiar de una cuadra a otra en busca
de lugares de refugio y reflexión. Su vida se tornó decadente, irresistible en
momentos, con sensaciones de ahogo y saturación, todo esto debido a que comenzó
a escuchar las voces de las personas, los sonidos de los automóviles, el ruido
cotidiano de cualquier urbe acaudalada de movimiento, lo que le causaba
confusión porque disfrutaba de percibir las cosas sin la influencia de nada,
nunca escucho a nadie mas que a si mismo. Pero ya no era así, las cosas tienden
siempre a regresar, a irradiar peculiaridades de su origen, y en el caso de el
hombre solitario no fue la excepción. Él experimentaba un nuevo renacer, estaba
regresando a la vida, a escuchar todos los sonidos, a percibir todos los
olores, a mirar todas las frecuencias de cada color en cada rincón en cada
momento, incluso hacía ya tiempo que no desaparecía por las noches y comenzó a
sentir la necesidad de alimentarse.
La cumbre de su existencia se aproximaba, pasando algunas semanas más,
aquel ser ya era casi todo un hombre de la ciudad. Había hecho ya algunos
amigos que lo asistían o invitaban a comer a su casa, lo aseaban, le
mostraban los mecanismos en que opera la vida en sociedad, hasta lo apodaban el
Tloque en honor al antiguo dios “dueño del cerca y del junto”, porque decían
que siempre estaba en todos lados, o también porque decían que era ”aquel que
se creó a sí mismo”, porque a pesar de que sus amigos le explicaban lo que acontecia en la vida y el mundo, Tloque las hacia suyas de una forma única. De
esta manera, Tloque regresaba a la vida, y entendiendo (con ayuda de sus
amigos) que aquel ser bidimensional que lo atormento y orillo ha un estado de
locura, era tan sólo su compañera eterna, su sombra, quien lo cazaba como un
fugitivo llevándolo hacia el peor de los castigos para un ser que se encontraba
fuera de la vida en este lugar, para alguien que nunca envejecía, que era un
solitario pero con una curiosidad enorme de devorar todo lo existente: la
conciencia de la vida. Tloque renació en vida como castigo a su existencia
alejada de aquello que deseaba: lo negro y lo rojo, las flores y el canto,
aquello del cerca y del junto, la vida y la muerte. Y como la ultima señal de
su metamorfosis, Tloque movió los labios y escuchó por primera vez los matices
que al igual que su sombra, lo acompañaron hasta su muerte como la creación
primitiva de todas sus ideas: su propia voz.
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