Madrugada
La noche es fría, reina el
silencio. Las escaleras transportan a la planta baja: más frío. Alrededor unos
muebles con libros de todos tamaños, colores y edades, fieles testigos del
conocimiento compartido. Resalta la gran ventana de cristal que se
deja atravesar por la luz proveniente de la calle, provocando un vaivén de
sombras en las paredes desnudas, simulando así una especie de cine antiguo, en
blanco y negro. Una silueta en especial se dibuja sonriente, montando guardia y
haciendo juego con la magia de dicho recinto. En frente la puerta de acero
cumple su objetivo: una vez afuera, el aire melancólico de la madrugada te eriza
la piel. El zaguán luce solitario, sólo inquietan las voces lejanas de cierta
gente que parece disfrutar “la hora de la bruja”, empujándote de un salto de nuevo hacia el
interior. A la derecha la cocina parece
más lúgubre, sin embargo, las artesanías
mexicanas, la despensa en la alacena, al centro el comedor con su mantel blanco
y bordado y los trastes en el fregadero la convierten en un lugar habitable y
acogedor. Llama la atención un brillo intenso que se observa desde la única
ventana. Desde ahí puedes observar dos bicicletas que han sido abandonadas después
del paseo y varios otros juguetes repartidos sin orden alguno.
Y de nuevo el fulgor… al
contemplar detenidamente se cuentan varias veladoras colocadas con respeto al
pie de tres fotografías cuyas flamas iluminan los rostros de los que son en esta fecha recordados. Las flores de cempasúchil adornan de forma solemne con su amarillo radiante el arco que complementa el altar. El papel picado colorea de alegría los
espacios a los que fueron destinados y los dulces típicos forman pequeños
cúmulos de sabores. El pan de muerto y la fruta fresca perfuman el ambiente
dejando en el olvido la baja temperatura; respirando nostalgia, mirando
fijamente el ígneo halo que se forma inexplicable pero tan real como el mismo
viento que susurra y mece las plantas, haciéndolas danzar con los espíritus visitantes.
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