sábado, 9 de enero de 2016

De cuerpo entero

Caminaba sin rumbo, rascándose la clavícula pronunciada, desnuda aún del frío de esa mañana. Su estómago vacío se le oía revolcar de hambre. A sus treinta y cinco años, andaba por las calles del centro de la Ciudad de México, perdido. Esa mañana del primero de enero, no habían almas a su alrededor. Solo por el recto despedia gases putrefactos, de comidas pasadas. Movía la cabeza de un lado a otro sin poder coordinarla; al igual que sus pasos, tal cual estubiera ebrio. Nadie lo mira cuando recoje del poste del semáforo un refresco de cola a medio terminar abandonado, olvidado por su dueño. Lo disfruta. Con calma arrastra sus piernas hasta llegar a la plancha del Zócalo, sigue al viento, le llama. Manotea como discutiendo con alguien, la suciedad de su rostro y el pelo desilachado de años, lo hacen irreconocible a quién lograra reconocerlo. Una mujer de tacones altos y vestido entallado es la única que camina, como él dentro de la plancha. Ella logra notar la presencia del indigente a quién ignora y decide caminar más aprisa. No por miedo; no, solo por que no tiene nada que ofrecerle, ni calor de mujer, ni monedas. Esa fue su peor noche del año para salir a trabajar. Se pierde por entre las calles vacias del centro. Mientras que este hombre, cae en medio de la explanada, muerto por hambre y frío. Sin que en ningún momento la mujer descubriera que era su hermano, perdido hace veinte años atrás por su adicción a la piedra.     

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